Aquella noche contó el cuento más rápido del mundo. Ninguno de nosotros llegó a entenderlo por completo pero excitados ahuecábamos las manos alrededor de la oreja; sólo unas sílabas aquí unas allá, trozos de sonidos que se perdían en el techo del café. Llegó a repetirlo cinco veces y, ante nuestros rostros desorientados, optó, enfadado, por contar el cuento más rápido del mundo un poco más lento. Entonces entendimos que el día anterior había pasado tan rápido que aquel hombre no había tenido tiempo para escribir el cuento de aquella noche. Aplaudimos.
El cuento más rápido del mundo
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